miércoles, 20 de febrero de 2013

Hoguera junto a una ría 1886 - Paul Gauguin

               


Paul Gauguin
Título: Hoguera junto a una ría
Fecha: 1886
Técnica: Óleo sobre lienzo.
Medidas: 60 x 38 cm
Colección Carmen Thyssen-Bornemisza 
Museo Thyssen-Bornemisza


Existen ciertos cuadros que conforman enseguida el registro predominante en la oeuvre de un artista en un momento determinado de su carrera. Otros -raros y singulares, por llamarlos de algún modo- tocan una nota diferente dentro del registro generalmente aceptado: son obras excéntricas y anticonformistas. Las ideas que nos hemos ido formando sobre el trabajo que Gauguin desarrolló en Pont-Aven en el año 1886 -su primera visita a Bretaña- se han centrado ante todo sobre un conjunto de paisajes que el artista pintó de esta población cuya «impronta bretona» no ha sido exagerada impropiamente. Un ambiente incorrupto y pastoral puede ser tomado erróneamente por un idilio rural, especialmente cuando, al introducir figuras, Gauguin nos lo presenta poblado por muchachas de Pont-Aven pintorescamente vestidas con los atuendos nativos

Esta extraña y casi malévola pintura lleva un título más bien engañoso. El elemento paisajístico no proclama inmediata e inequívocamente su origen de Pont-Aven. Una ladera de colina desciende suavemente hacia la ribera de una ría, en donde pueden distinguirse los mástiles de dos veleros y vislumbrarse la lejana orilla, así como un retazo de cielo. Todos los protagonistas de este enigmático drama, que desde luego no son las muchachas bretonas que visten los atavíos locales, son actores del sexo masculino, hombres cuyas gorras, al menos en tres casos, parecen denotar que son aduaneros que se congregan en torno al misterioso fuego que arde no lejos de la ribera del río.

En una secuencia de cinco páginas consecutivas que formaba parte de un cuaderno de notas que Gauguin utilizaba en Bretaña en el año 1886, podían verse dibujos muy esquemáticos que representaban aduaneros, otras figuras masculinas y un bosquejo compositivo apenas esbozado. Varias de estas figuras ejecutadas apresuradamente reaparecen en el lienzo que se expone. La morfología impresionista adaptada de la pincelada y la articulación cromática constituyen un ejemplo típico del estilo que Gauguin desarrolló durante los tres meses que duró su estancia en Pont-Aven. A este respecto la pintura colma nuestras expectativas. Lo que temáticamente era aberrante (¿un caso de contrabando?) resulta ser algo estilísticamente conformista.


Maribel Alonso Perez
21 febrero 2013

miércoles, 13 de febrero de 2013

Escena Callejera (Kurfürstendamm) 1925 George Grosz

                                 


George Grosz
Título: Escena callejera (Kurfürstendamm)
Fecha: 1925
Técnica: Óleo sobre lienzo.
Medidas: 81,3 x 61,3 cm
Úbicacion: Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid


Hacia mediados de la década de 1920 la paulatina evolución de George Grosz hacia formas más realistas le acercó a la Neue Sachlichkeit (nueva objetividad), el movimiento que apareció a partir de la mítica exposición programática del mismo nombre, organizada por el activo director de la Kunsthalle Mannheim, Gustav Hartlaub, y que definiría toda una época. La muestra, que reunió a un grupo heterogéneo de artistas alemanes con el interés común de romper con el expresionismo a través de una nueva figuración objetiva, se inscribe dentro de la tendencia generalizada de vuelta al orden que se manifestó en Europa en los años veinte, pero que, a diferencia de otros países, en Alemania adoptó un fuerte espíritu de denuncia social.

La guerra había supuesto para Alemania cinco millones de muertos y un millón de mutilados, por lo que la gran mayoría de la sociedad alemana se vio afectada. Tras la derrota militar y la abdicación de Guillermo II, Berlín permaneció como capital de la recién creada República, cuya constitución se estableció en Weimar en 1920. Si durante los primeros días de la Gran Guerra las calles de Berlín se habían llenado de jóvenes exaltando las bondades de la contienda, que veían como un sacrificio purificador, cuatro años después su imagen era bien distinta. La capital alemana se convirtió en un lugar de luchas políticas, enfrentamientos callejeros y disturbios sociales, motivados por la pobreza y la inflación creciente.

Es lógico que durante esos años de revolución política y moral, de grandes frustraciones y grandes esperanzas, se despertara un exacerbado espíritu crítico y una nueva concepción del arte como arma política. George Grosz, como muchos de sus contemporáneos, traduciría plásticamente, con un ácido sarcasmo, la descomposición interna de la sociedad alemana y, como antes que él hicieran Daumier o Hogarth, creó una suerte de comedia humana representada sin piedad. La moderna metrópolis se convirtió en el tema recurrente de su obra y, como un moderno Bosco, de incisivo tono crítico y agudo sentido de la observación, representó su entorno con una intención moralizante para poder mostrar la hipocresía de la vida burguesa y la inmundicia que se escondía detrás de su fachada de respetabilidad.

Esta Escena callejera, fechada en febrero de 1925, es un buen ejemplo de la nueva pintura objetiva de Grosz y de su permanente rebelión contra el orden social injusto y contra la hipocresía y la vulgaridad de la clase media urbana. Esta representación de la céntrica Kurfürstendamm de Berlín, en la que el glamour de las clases acomodadas contrasta con la pobreza de los homeless, los inmigrantes y los numerosos lisiados que había dejado la guerra, se acerca a la que describía Alfred Döblin en su Berlin Alexanderplatz (1929), que narra la historia de Franz Biberkopf, un ciudadano cualquiera que intenta abrirse camino en una sociedad en la que dominan el paro, la violencia y las promesas incumplidas; o a la de las obras teatrales de Bertolt Brecht, con sus escabrosas imágenes sobre la vida moderna, sobre esas «vidas opacas» que se abrían camino en «la jungla de las ciudades».

La obra permaneció en poder del artista hasta 1938, en que fue adquirida por el alemán refugiado en América Erich Cohn, uno de los primeros coleccionistas en comprar obras de Grosz tras su huida de Alemania en 1933. Años más tarde, pasó a manos del coleccionista de Múnich Hans Grote, cuya colección, que contaba con importantes obras de Grosz, Beckmann, Kirchner y Müller, fue vendida por la Galerie Thomas de Múnich en 1981 bajo el nombre ficticio de «Sammlung Rheingarten». Fue entonces cuando Escena callejera fue adquirida por el barón Thyssen-Bornemisza.


Maribel Alonso Perez
13 febrero 2013

miércoles, 6 de febrero de 2013

Expulsión Luna y Luz de Fuego 1828 - Thomas Cole


                                                   

Expulsión. Luna y luz de fuego,
Año 1828.
Óleo sobre lienzo. 91,4 x 122 cm


Es éste un paisaje plenamente romántico, creado por la imaginación del artista para transmitir fundamentalmente un mensaje religioso y moral. Aunque sin incluir a los protagonistas de la historia, representa el castigo divino a Adán y Eva tras el acto de desobediencia que provocó su expulsión del Paraíso. Los recursos que utiliza el pintor son intensamente emocionales y simbólicos: la luz enfrentada a la oscuridad; la naturaleza fértil contrapuesta al yermo, el aire limpio y luminoso frente a la atmósfera densa y asfixiante.

El pintor ha elegido un punto de vista centrado que al observador le produce la sensación de estar suspendido en el aire sobre el abismo. La vista se instala, fuera del cuadro, en paralelo a la cascada del fondo de la imagen. Desde esta posición vemos una escena que se distribuye en dos partes iguales, aunque crudamente contrastadas por su significado. A la derecha, un alto risco con una gran abertura luminosa, a modo de misteriosa puerta de acceso. Tras esta formación rocosa intuimos el paisaje placentero de un rico valle iluminado por un sol oculto tras las montañas más lejanas, pintadas en malvas y anaranjados. Es el Jardín del Edén, el Paraíso terrenal, tierra gozosa y fértil surcada por ríos y árboles pletóricos de vida. La vegetación es de un verde intenso y la luz del sol todo lo baña. Es, en suma, un lugar bendecido por la calma y la vida.


Detalle, alto risco con una gran abertura luminosa, a modo de misteriosa puerta de acceso.


Thomas Cole perfila esta alegoría creando dos ámbitos bien diferenciados no sólo por su forma, sino también por su luz y su atmósfera. La parte tenebrosa representa el destino del hombre en la tierra condenado al trabajo, el dolor y la muerte. Es un mundo en el que la oscuridad dificulta la visión, como metáfora de la materialidad terrestre y finita de una existencia "ciega", que se contrapone a la luz de la "verdadera" vida en el Paraíso perdido. Hay varios fenómenos naturales: en el extremo izquierdo la luna, medio cubierta por densos estratos de nubes negras, riela sobre el agua también oscura, que sólo se ilumina con reflejos plateados, apenas unas pequeñas pinceladas de blanco. A continuación, el lejano volcán entre densas brumas produce una explosión de rojos y anaranjados que tiñen las nubes en forma de cirros. En el centro de la composición, el agua de una altísima cascada cae hasta romperse en vapor en lo profundo del tajo de roca que se abre a sus pies. El color blancuzco del agua ofrece un toque de claridad en el espacio central del abismo y la parte inferior del puente de roca .

Cole ha diferenciado la tierra del Paraíso mediante la recreación de atmósferas muy distintas. Los pintores paisajistas modernos concedían enorme importancia a los efectos atmosféricos, a cuya observación y estudio dedicaban mucho tiempo, por ser retos para la representación de la naturaleza y las variables e imponentes condiciones de sus múltiples luces. Pintaban cielos azules, pero muchos más cielos nubosos, nieblas, brumas, tormentas y arcos iris con los que mostraban sus sensaciones y emociones ante esa naturaleza y su competencia como pintores. Incluso un cuadro como éste, de carácter alegórico, no naturalista y realizado íntegramente en el estudio, testimonia los conocimientos y experiencias del pintor de su época.

 
Detalle, en el centro de la composición, el agua de una altísima cascada cae hasta romperse en vapor en lo profundo del tajo.


El jardín del Edén, en primavera perpetua, ofrece la luz viva y la plena visibilidad en una naturaleza armónica en la que nunca se cierne la tragedia ni amenaza la tempestad. Reina en él la calma y el aire límpido. El cielo azul está surcado por cirros rosados que no barruntan tormenta. Parece que la calidad y luminosidad del aire cobra en este cuadro, además de poder simbólico, realidad física, tanto en la representación de la atmósfera luminosa como de la tenebrosa. No es extraño este interés por la sustancia del aire y la luz, si pensamos que, desde el siglo XVII, cuando se debatía si ésta estaba constituida por corpúsculos o por ondas, científicos rivales de Isaac Newton, como Robert Hooke y Christiaan Huygens, dieron valor a la existencia —ya intuida por los griegos— del llamado “luminífero éter”, una sustancia a modo de fluido no visible pero material, que llenaba el universo y tenía la función de propagar la luz, que ellos sostenían estaba constituida por ondas, como más tarde la Física ratificaría a mediados del siglo XIX. Las investigaciones proporcionarían un conocimiento más preciso de la luz y la atmósfera, combinando finalmente ambas posturas, y en tiempos de Einstein se acabó con la vieja teoría del éter.

En la parte izquierda del cuadro, la tierra yerma está dominada por una atmósfera densa, pesada y oscura, producida por las emisiones de gases volcánicos, el polvo, la ceniza y el vapor de agua. Este aire viciado hace aterradora la escena y por tanto enfatiza su poder simbólico. Sin embargo, por más que Thomas Cole sea un romántico y su cuadro una obra de invención, podemos pensar que compartía los intereses y conocimientos de sus colegas europeos en lo que respecta a la representación de los fenómenos meteorológicos. Constable, Turner o Friedrich (nacidos entre 1774 y 1776 y por tanto mayores que Cole) no sólo estaban familiarizados con los cielos y las nubes a través de la observación y la copia de los maestros holandeses del siglo XVII. También conocían, aunque fuera indirectamente, la obra del inglés Luke Howard, que había publicado a principios del siglo XIX un estudio y clasificación de las nubes que aún hoy es válido y utilizado. Este ensayo fue dado a conocer en Alemania por Goethe.

Pero además del conocimiento de la morfología de las nubes —cirros, cúmulos, estratos, etc.—, la experiencia de los fenómenos naturales había proporcionado al joven Howard en 1783 la visión de lo que se llamó en Europa Great Fogg (Gran niebla). Se trataba de un cielo densísimo, cargado de polvo y cenizas procedentes de dos erupciones volcánicas que, entre mayo y agosto, produjo una atmósfera inusual, espectacular en las puestas de sol. El cielo imaginario del cuadro de Cole responde a su concepto romántico de la sublimidad de la naturaleza, pero también puede hacerlo al conocimiento de ciertos fenómenos reales registrados y transmitidos por los divulgadores de la ciencia, poetizados por los artistas en una época rica en avances científicos y con una curiosidad por el conocimiento heredada del Siglo de las Luces.


Maribel Alonso Perez
07 febrero 2013